Hoy es nuestro ultimo día de viaje, de hecho a las 15.33 sale de la mega-enorme-gigantesca estación de Kioto el tren con el que volvemos a Tokio, para coger el avión de vuelta a España.
Madrugamos y aprovechamos la mañana para acercarnos a un mercadillo que se hace una vez al mes en el patio de un templo no muy lejano a nuestro hotel. Es una fiesta caótica y maravillosa de puestos como los Invasores de Albacete. Tienes un puesto de kimonos antiguos, al lado otro de pez muerto encurtido en liquido de olor nauseabundo, que a su vez linda con uno de objetos de la segunda guerra mundial… pero el siguiente es de cartas pokemon. Es una pasada y el habernos puesto en marcha temprano nos permite verlo sin agobios ni aglomeraciones. Con espacio en la maleta y dinero, habríamos arrasado xD, pero nos limitamos a llevarnos una postal y un pequeño sello esculpido en madera por 300 yenes.
Volvemos al hotel para recoger nuestra maleta y trastos y hacer el checkout. De nuevo en la estación de Kyoto, metemos todas nuestras pertenencias en una taquilla de chapa de bote y quedan confiadas y dependientes de un código qr impreso en papel térmico que guardamos en el monedero como si fuera un amuleto de jade del emperador de Japón y nos vamos a patear la ciudad libremente durante las próximas horas.
Pillamos un bus que nos desplaza 8 km al noreste para visitar el pabellón de plata. Construido por el nieto del Shogun que construyo el pabellón dorado, pero se quedó en pabellón a secas, ni rastro de la plata, pero eso sí, tiene unos jardines increíbles. Excepcionalmente cuidados y arreglados. Imagínate el suelo de arena y piedrecilla blanca, peinado con formas geométricas e incluso un tronco de cono llamado el montículo de observación de la luna, un pequeño estanque y un arroyo, los árboles exquisitamente podados haciendo formas imposibles y jardineros constantemente recogiendo las hojas que caen de los árboles. Yo no sé vosotros, pero nosotros nunca antes habíamos visto a nadie barrer el bosque… pues aquí, lo hacen.
Continuamos nuestra ruta por el paseo de los filósofos, un encantador paseo por la orilla de un canal rodeado de cerezos. Ahora están pelados, pero en primavera debe ser una gozada. El tiempo empieza a apremiar y tenemos que ir pensando en volver hacia la estación para no perder el tren (creo que esto de no llegar tarde ya va a ser un trauma para toda la vida). Pasamos por otro pedazo de templo y por el torii más gigantesco que hemos visto en todo el viaje. Y en nuestro último autobús, llegamos a la estación con tiempo para comer.
Subimos a la 10ª planta donde está el “pasillo del ramen”, varios restaurantes especializados en este manjar, cada uno de una zona distinta. Nos decantamos por uno al azar, porque no entendemos los carteles. Eliges lo que vas a tomar en una máquina, pagas y te sientan. Nos llama mucho la atención que aquí en todos los restaurantes tienes agua con hielo gratis, te la ponen nada más sentarte, además de salsas, jengibre y, en este caso, un cesto con huevos para servirte cuantos quieras. Eso sí, más tarde descubrimos que están crudos y son para echarlos en el ramen cuando te lo sirven muy caliente. Nos encasquetamos un ramen cada uno, unas gyozas y una cerveza. Como último festín del viaje, no está nada mal, aunque hay que reconocer que tanto el ramen como las gyozas que habíamos comido en días anteriores eran excepcionales.
Con el buche lleno, nos vamos a buscar nuestro equipaje y subimos a esperar nuestro tren bala, que nos llevará a Tokio y de allí al aeropuerto, donde dormiremos en un hotel para mañana coger nuestro avión de vuelta. Comienza el periplo de volver a casa que, si todo sale como debe, durará unas 40 horas… pero nos servirán para ordenar todos los recuerdos, sensaciones y experiencias que nos llevamos muy dentro de nuestros corazoncitos.
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