Era una noche estrellada, de belleza tropical. El despegue había sido un éxito y la emoción se reflejaba en los ojos de Amelia, húmedos de alegría. Por fin había llegado el momento.
Sin dejar de observar el firmamento, miraba de reojo los controles de su avioneta: velocidad constante, nivel de combustible alto, rumbo este. Si todo salía como estaba previsto, en un puñado de horas alcanzaría su objetivo, Gran Bretaña, y sería la primera mujer de la historia en sobrevolar el Atlántico. Fantaseó por unos instantes con qué ocurriría si lo conseguía. ¿Se haría rica y famosa? ¿Expondrían su roja avioneta en un museo? Aunque todo eso le importaba poco. No tenía que demostrar nada a nadie. Amelia era entusiasta y cabezota, como su padre, y sólo quería volar cada vez más alto, cada vez más lejos.
Las primeras horas fueron las más sencillas. Estaba descansada y concentrada, no tenía hambre o sueño y, aunque era de noche, el tiempo acompañaba tal y como estaba previsto. Amelia recordó cuánto le había costado llegar allí arriba. Todos la tacharon de desequilibrada cuando anunció sus intenciones. Incluso su padre, con el que parloteaba como un loro contándole sus aventuras y que siempre la apoyaba, trató de persuadirla para no realizar ese vuelo. Recordó el día en que el cartero llamó al timbre de casa y le entregó un sobre certificado con el último permiso para emprender su aventura. Tan solo hacía dos semanas de aquello y parecía una eternidad.
Un destello interrumpió sus pensamientos. Un relámpago iluminó el mar de nubes a lo lejos. Fijó la vista en el oscuro horizonte y se concentró en el pilotaje. Pasados unos minutos, vio cómo las luces iban quedando a su izquierda y dio gracias por no tener que lidiar con una tormenta. Aunque era una buena comandante y excelente piloto, no sabía cuáles podrían haber sido las consecuencias.
Poco antes del amanecer, el cansancio cayó como una losa sobre ella. La euforia de los preparativos y las horas de vuelo se acumulaban. Los párpados le pesaban tanto que le costaba mantenerlos abiertos. Amelia no tomaba té o café, así que sólo llevaba un termo con sopa y una lata de jugo de tomate. Tomó una taza caliente y consiguió animarse un poco.
Los primeros rayos de sol la despejaron totalmente. Se asomó a su ventanilla. Sólo divisaba agua a varias millas a la redonda. El gran océano moría en el horizonte. Lejos de desanimarse o impacientarse, Amelia disfrutó de ese momento y de todos los de aquel vuelo. La felicidad para ella estaba en el aire, allí se sentía libre y poderosa, capaz de alcanzar lo que se propusiera.
El corazón de Amelia dio un vuelco. La tierra apareció ante sus ojos como si hubiera salido de un escondite. Dudó por un instante si tal vez el cansancio le estaba jugando una mala pasada pero tras unos minutos y varios pestañeos, una enorme masa de tierra, rocas, arena y árboles se hizo más que evidente. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas por segunda vez ese día. Lo había conseguido.
Después de casi quince horas en el aire, la avioneta Amistad, que así se llamaba, aterrizó sin dificultad en un vasto campo verde. La orgullosa aviadora bajó del monoplano y saludó a un pastor que se acercaba entre sorprendido y curioso:
—¿Dónde estoy?—, preguntó Amelia.
—En el pastizal de Gallegher. ¿Vienes de lejos?
—De Estados Unidos.
Todo el mundo tiene océanos que cruzar. Tal vez sea una temeridad, pero ¿acaso saben los sueños de límites?
En recuerdo de Amelia Earhart
(Imagen destacada: ilustración de TuttiConfetti)
[…] Pequeña&Grande de la editorial Alba. Este es nuestro libro preferido. La historia de Amelia, la primera mujer aviadora en cruzar el océano Atlántico en solitario, y sobre todo las ilustraciones de Mariadiamantes son una auténtica maravilla. Además, los textos […]