Doña María fue una de mis primeras maestras. De tez muy clara y esbelta, la recuerdo caminando entre los pupitres con una falda de color marrón que tapaba sus rodillas. Era cariñosa y paciente. Hace unos días, se cruzó en mi camino. A duras penas la reconocí. Cuando le dije quién era yo, me recordó (o eso me dijo). Es curioso cómo cambian las personas después de tanto tiempo y a la vez están exactamente igual.
Don Julio fue mi maestro de inglés en primaria. Era un caballero alto, elegante, de nariz picuda y cejas pobladas. Caminaba despacio, con la cabeza alta y muy estirado. Por aquel entonces, no era mi maestro preferido, era muy serio y muchos de los alumnos le tenían miedo. Pero con el tiempo comprendí que era estricto, respetable y buen profesor.
Carmen era profesora de lengua en el instituto. Era bajita, de caderas muy anchas y recorría los pasillos de una clase a la siguiente taconeando a toda velocidad. Hablaba de igual forma, tan rápido que a veces no conseguías seguirla. Le apasionaban la gramática y la literatura, hasta tal punto que hablaba y explicaba parloteando sin parar, a pesar de que la mitad de la clase no se estuviera enterando de nada. No me caía bien, no era mi mejor profesora, pero con ella aprendí cosas muy valiosas que me han servido toda mi vida.
Miriam fue mi primera profesora de economía. Era muy joven, no debía llevar mucho tiempo dando clase. Morena, con un precioso pelo rizado y unos ojos que bizqueaban un poco y atraían las burlas de los siempre malvados alumnos. A pesar de su juventud, hacía fácil lo difícil y conseguía atraer la atención de unos adolescentes cuyo último deseo era estar encerrados en una clase aprendiendo lo que era el P.I.B. Me caía bien, nos entendimos bien y me inspiró para guiar mi futuro estudiantil y, más tarde, profesional.
Gabriel fue mi jefe hace ya unos años, porque también hay maestros fuera de las paredes de las aulas. Por aquel entonces, era un hombre de mediana edad, pelo canoso y ojos pequeños que brillaban de un azul intenso detrás de las gafas. La vida le había dado fuertes envites, pero nunca jamás le vi perder la sonrisa. Atendía a todo el mundo, clientes y compañeros, sin decir una palabra más alta que otra y dispuesto siempre a ayudar, estuviera en su mano o no. El mundo debería estar plagado de Gabrieles.
Y esta es la maestra que me gustaría llegar a ser: cariñosa como Doña María, estricta como Don Julio, apasionada como Carmen, inspiradora como Miriam y bondadosa como Gabriel.
Ojalá un alumno me recuerde algún día y piense: ella fue mi mejor maestra.