El anciano encontró la llave en el cajón de su mesita de noche, entre pañuelos y calcetines. Caminó hasta la sala de estar, descorrió las cortinas y se dirigió al viejo aparador situado en un rincón. Oculta tras él, se encontraba la pequeña caja fuerte. Introdujo la llave en la ranura y su dedo índice tecleó la clave, 1918. Abrió la puerta despacio y contempló el manuscrito.
El anciano se sentó en su mecedora, añosa y confortable, y manoseó con nostalgia las hojas del cuaderno escrito de su puño y letra. Le traía tantos recuerdos de su vida en el mar… Hacía ya muchos años que había dejado de navegar. Ningún capitán ni patrón quería ya a un viejo marino, por muy hábil y experimentado que fuese.
Abrió el cuaderno y comenzó a leer una historia que sabía de memoria:
“2 de diciembre de 1918. Anoche atracamos en el puerto de Singapur. Parece que hemos sufrido una avería y pasaremos aquí algunas horas más de las esperadas.
Jamás pensé que un día viajaría a Las Indias…
Hace algún tiempo, escuché una historia, una de tantas que se cuentan entre marinos entre jarra y jarra de cerveza. Hablaban de una isla que por lo que contaban no debía encontrarse a más de unos de cientos de millas de aquí. La llamaban La Isla del Fin del Mundo, por lo remota y enigmática, y en ella tan solo habitaban algunas especies de lagartos e insectos y una vasta vegetación. En sus selvas, se podían encontrar unas hierbas que dotaban a quien las probaba de una salud de hierro hasta el fin de sus días, si es que éstos llegaban.
3 de diciembre de 1918. Seguimos atracados en puerto. Hoy he pisado tierra firme y anduve unas horas por las calles de la ciudad. La actividad es frenética, parece que los mercados no descansan, recibiendo barcos cargados por la noche y vendiendo las mercancías durante todo el día. Las costumbres aquí son tan distintas… y sus gentes.
5 de diciembre de 1918. Nuestro barco sigue atracado en puerto y no hay expectativas de zarpar pronto. Al atardecer, una vez finalizados mis quehaceres diarios, he salido a cubierta. El calor y la humedad no se despegan del cuerpo y merman las fuerzas, pero la suave brisa marina me ha despejado un poco. Contemplando la lejana línea del horizonte, he tomado una decisión. Mañana, antes de que surjan los primeros rayos de sol, cogeré un bote y saldré en busca de esa isla. ¿Qué tengo que perder?”
El anciano miró al cielo a través de la ventana. Cerró el manuscrito que tanto tiempo había guardado y lo apoyó en su regazo. Se encontraba somnoliento, un poco turbado. Parecía que las pastillas comenzaban a hacer su efecto. Levantó un brazo para acomodarse el cabello, castaño sin una sola cana. Se tocó la cara, la piel tersa y sin arrugas le recordó aquellos tiempos en que era joven y estaba pleno de ilusiones. Hacía años que las había perdido. No le quedaba nadie, había asistido a tantos funerales que ya ni los recordaba.
Dejó caer las manos sobre sus muslos, eran firmes y duros, como el acero de esos barcos que tanta añoranza le traían. ¿Alguien se daría cuenta de que había muerto? ¿Qué ocurriría cuando lo encontraran? Cerró los ojos, abrazó el cuaderno y dejó navegar su mente por océanos y mares, penínsulas y puertos… Y viajó por última vez a La Isla del Fin del Mundo, ese pedazo de tierra perdido que un día cambió el rumbo de su vida.