Se decía que la gabardina había pasado de moda, pero a Mario todavía le gustaba vestirla en los días lluviosos. Llamó al ascensor y en pocos segundos llegó a la calle. Se ajustó el cinturón y abrió su paraguas. Parecía mentira que con la cantidad de taxis que había en la ciudad no pudiera encontrar uno disponible, así que decidió ir caminando. La oficina tampoco estaba tan lejos y había salido con tiempo suficiente.
Con suma precaución esquivó todos los charcos que encontraba en su paso. Tenía una entrevista crucial esa mañana, de ella dependía su trabajo de los próximos meses, y por nada del mundo quería mancharse los zapatos o el traje. Fue avanzando una calle tras otra, observando la frenética actividad de una ciudad que acababa de despertar. El paseo le vino bien para relajarse un poco.
Se detuvo en el último semáforo en rojo. Había conseguido llegar impecable. El imponente edificio de oficinas se encontraba justo enfrente. Fantaseó con unas maravillosas vacaciones, al sol, en alguna isla del Pacífico, si todo salía bien. Se lo merecía. Había trabajado como una mula y confiaba en que así fuera. El semáforo se puso en verde. Allá iba, con paso decidido, cuando un enorme Chrysler interrumpió su marcha y lo roció de pies a cabeza con el agua sucia del único charco de la calle.