Dicen que los gatos negros dan mala suerte, como romper un espejo o que se te caiga la sal, pero no era el caso de Bolaocho.
Bolaocho era un gato pequeño y suave como el algodón, como un cojín de plumón. Cuando pasabas la mano por su lomo, la dulce melena se pegaba a ella y quedaba erizada. Pero lo que caracterizaba a nuestro protagonista por encima de todo era su color. Bolaocho era negro, muy muy negro, tan oscuro como un túnel. Parecía recién salido de una chimenea llena de hollín. En su cara destacaban sus agudos ojos verdes y unos resplandecientes dientecitos blancos entre la negrura de su melena. Ya os podéis imaginar porqué lo llamaron Bolaocho: por la octava bola del billar, negra y brillante, como él.
Bolaocho se consideraba un gato normal. No entendía porqué había gente que lo miraba de reojo o se cruzaba de acera cuando pasaba cerca. “Los humanos… siempre con sus rarezas”, pensaba indignado el animal.
Una mañana, el gato salió a pasear, como hacía todos los días después de desayunar unas ricas galletas de merluza. Le gustaba caminar de puntillas por el asfalto. Sus esponjosas almohadillas se agarraban al suelo y se sentía seguro y veloz. Al girar la esquina de su calle, pasó por debajo de una escalera. Un gran cubo de pintura cayó desde lo alto a pocos centímetros de él. Se giró sorprendido al ver aquel desaguisado… y siguió su camino.
Pasó por delante de la panadería de Inés; olía a almendras y miel. Vio un papel en el suelo, arrugado, y lo meneó con su patita. Era un boleto de lotería premiado. ¿Quién lo habría perdido? Lo metió en un bolsillo hasta encontrar a su dueño. A pocos metros, encontró un rodalito de césped recién cortado y aprovechó para refrescarse retozando unos minutos. Cuando se alejaba, observó varios tréboles de cuatro hojas. Le encantaban.
Cruzó por el paso de cebra que llevaba hasta el Parque Grande. Unos señores transportaban un gran espejo con dificultad. Bolaocho comprobó en el espejo si iba bien peinado. Era muy presumido. Los señores se sobresaltaron, tropezaron y el espejo se hizo añicos. ¡Menudo susto! El gato salió pitando de allí. Por nada del mundo querría lastimarse una patita.
El paseo llegaba a su fin. Comprobó el reloj de la farmacia que advertía de que eran las 11:30 de un martes y trece. ¡Hora de almorzar! Encaminó sus pasos hacia su casa. El portal asomaba a lo lejos. Miró hacia el cielo. Laura, su dueña, escrutaba el horizonte desde la ventana y sus ojos verdes se encendieron cuando lo vieron aparecer. Su pelo negro bailaba al ritmo del viento. Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños… Bolaocho se sentía el gato más afortunado del mundo.
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