En la nevera no cabía ni un alfiler. Gambas, carabineros y un cochinillo envasado al vacío estaban preparados para la gran cena. Iba a pasar la tarde cocinando, como todos los años, pero no le importaba. Era una noche especial y merecía la pena el esfuerzo.
Comió muy ligero y con el último bocado, se apretó el delantal y se metió en la cocina. Comenzó preparando el asado, que tenía que estar varias horas en el horno. Continuó con el postre, las salsas, el marisco, patés, quesos… comprobó que el vino y el cava estaban enfriándose y engalanó la mesa con su mejor vajilla y las copas de cristal fino.
Sobre las 8 de la tarde, tenía todo preparado. Se dio una ducha caliente, se perfumó y se puso su mejor traje, como todos los años. Encendió el árbol que con su luz iluminaba de colores el salón. Llegada la hora de la cena, por fin, se sentó presidiendo la elegante mesa a rebosar de deliciosas viandas. Alzó su copa y, en el más profundo de los silencios, dijo: ¡Feliz Navidad!